Baltasar Gracián, sacerdote jesuita y escritor español del Siglo de Oro, nos ofrece, a través de los 300 aforismos de su Óraculo, una variada y aún profunda visión de la Tradición Sapiencial, de la Sophia Perennis. Esta Tradición no es entendida como la tradición folklórica a la que comúnmente se alude, sino como la reactualización del Principio divino. En otras palabras: el recordad lo olvidado, el encontrar lo eterno en uno mismo, al ser así como "la arcanidad tiene visos de divinidad", como nos ilustra Baltasar Gracián. Para hacernos entender diremos , por lo tanto, que la Tradición puede ser entendida como la quintaesencia espiritual del ser humano, y que, en términos “prácticos”, asume que tanto el mundo Moderno como las ideologías son un error, si no el Mal en sí mismo, y que el resultado de esto mismo, de la Modernidad, es la decadencia y la degeneración. Así, la Tradición afirma, sin temor ni temblor, que los tiempos que corren y que nos han tocado vivir son tiempos oscuros, cuasi luciferinos. En las distintas tradiciones estos tiempos son conocidos como el Kali Yuga (hinduismo), la Edad de Hierro (Hesíodo), la Tierra Baldía (cuentos del Santo Grial), la Edad Oscura (celtas), entre tantas otras.
De esta base parte Baltasar Gracián, quién es tratado de pesimista y fatalista por hacer una interesante anatomía de los tiempos que le tocó vivir: de un Imperio Español que se encontraba al inicio del fin, y de una época en que la Modernidad empezaba a asentarse. Sin embargo, como más adelante veremos, interpretamos que Baltasar Gracián no es ni lo uno ni lo otro, sino un mero espectador de la esencia de los acontecimientos.
Comenzaremos por lo tanto con rasgos, características y descripciones que nos proporciona el sacerdote jesuita acerca de la Noche Oscura. Tomando tintes de Hesíodo afirma que “floreció en el siglo de oro la llaneza, en éste de yerro la malicia.” Para posteriormente añadir: “Está acabado el buen proceder, andan desmentidas las obligaciones, hay pocas correspondencias buenas: al mejor servicio, el peor galardón, a uso ya de todo el mundo. Hay naciones enteras proclives al maltrato: de unas se teme siempre la traición, de otras, la inconstancia; y de otras, el engaño.” Nos ofrece aquí características esenciales sobre el proceder en la Edad de Hierro: la selección adversa de nuestros líderes, la amoralidad como condición sine qua non para mantener el poder, la descomposición nacional, entre tantas otras. Sin embargo, trata el aragonés de guiarnos a través de la Tierra Baldía: “Sirva, pues, la mala correspondencia ajena, no como imitación, sino para cautela.” Además de esclarecernos con la idea tan común entre los perennialistas de “mantenerse en pie en un mundo en ruinas” cuando dice: “Pero el varón de ley nunca se olvida de quién es por lo que los otros son.” Aquí atisbamos los primeros indicios de anti-pesimismo que más tarde reforzará con máximas como: “Préciese de que si la galantería, la generosidad y la fidelidad se perdiesen en el mundo se habían de buscar en su pecho.” Así nos expresa el autor español que a pesar del desorden y descontrol exterior hemos de mantenernos rectos, firmes y centrados, fiel al Svadharma, a nuestra ley propia, manteniéndonos en el eje de la rueda, ajenos a todo movimiento exterior. Es la Idea anti-moderna por excelencia, la Idea que nos ha de guiar, que ha de hacer que no bajemos los brazos, que nos ha de fortalecer y animar para enfrentar al Demonio. Es reconfortante porque nos dice Baltasar Gracián que nos mantengamos tranquilos, que dentro del oscuro laberinto el Hilo de Ariadna nos guiará hacia la salida, liberándonos de la constante amenaza del Minotauro. Además, indica que este Hilo no viene de nadie ni de nada, sino de nosotros mismos, de nuestra más profunda realidad; y que solo hemos de encontrarnos y de conocernos para surfear la ola de la Modernidad, para cabalgar el Tigre.
Desarrollará con más profundidad esta idea con tan sabias palabras: “Acomódese el cuerdo a lo presente, aunque le parezca mejor lo pasado, así en los arreos del alma como del cuerpo. Sólo en la bondad no vale esta regla de vivir, que siempre se ha de practicar la virtud. Desconócese ya, y parece cosa de otros tiempos, el decir verdad, el guardar palabra, y los varones buenos parecen hechos al buen tiempo, pero siempre amados, de suerte que, si algunos hay, no se usan ni se imitan. ¡Oh, grande infelicidad del siglo nuestro, que se tenga la virtud por extraña y la malicia por corriente!” Nuestra lectura sobre tan potente fragmento se fundamenta en la aceptación de los tiempos que corren, de la asunción de que vivimos en los Tiempos Oscuros, en el Kali Yuga, donde, como se dice, la malicia sustituye a la virtud. Pero esto es irremediable, solo se está cumpliendo el ciclo, por lo que no se ha de caer en la añoranza del pasado ni en la desilusión del presente, sino que “siempre se ha de practicar la virtud”, siempre se ha de vivir bajo el Svadharma, bajo “el deber propio”, bajo la “ley personal”, no dejándose llevar por la corriente sino, cómo más tarde aconsejará el jesuita: “dejar hacer a la naturaleza allí y aquí a la moralidad.”
Para terminar con esta parte, recalcar que el Eje, que el Principio Divino, es perenne, como nos ilustra el sacerdote: “Lleva una ventaja lo sabio, que es eterno”; y que poco importa que los tiempos que corren sean luciferinos, al poder siempre volver a Él, aunque “más se requiere hoy para un sabio que antiguamente para siete”, al haberse desvanecido la “vía de la mano derecha”, quedando así tan solo la “vía de la mano izquierda”, porque: “Arte era antes saber discurrir; ya no basta, menester es adivinar y más en desengaños.”
Entramos ahora en terreno pantanoso: la jerarquía interna y externa. Iremos de la parte al todo, de la persona a la comunidad, y para comenzar nos parece indispensable entender la percepción antropológica del sacerdote aragonés. Hemos cogido ideas de distintos aforismos para poder crear una imagen completa del ser humano. Así, cuando dice que “toda monstruosidad del ánimo es más deforme que la del cuerpo, porque desdice de la belleza superior”, nos da a entender que el ánimo, el alma, la psique, es superior al cuerpo. Después añade: “nunca rinda la imaginación al corazón”; aludiendo a la superioridad del corazón, que entendemos como el intelecto, como nuestra realidad superior, sobre la mente de la que surge la imaginación. Además añade que “la imaginación se adelanta siempre y pinta las cosas mucho más de lo que son; no sólo concibe lo que hay, sino lo que pudiera haber. Corríjala la razón, tan desengañada a experiencias.” Dándonos a entender que sobre la imaginación también encontramos, aparte del corazón, la razón. Con todo esto podemos pintar el siguiente plano jerárquico de nuestra antropología: Corazón - Razón - Imaginación - Pasión. En otras palabras: Intelecto - Alma - Mente - Pasiones/Sentidos. Esta misma estructura la encontramos en una larga lista de autores tanto anteriores como posteriores a Baltasar Gracián, entre los que cabe destacar a Platón, con su distinción tripartita entre el logos (razón), el thymos (espíritu) y el eros (pasiones); a Plotino y a los neoplatónicos con su distinción entre el Nous (intelecto divino), la psique (alma racional), las sensaciones/imaginación y el cuerpo/pasiones; e incluso cabe destacar a Santo Tomás de Aquino con su distinción entre el intelecto y voluntad, facultades del alma racional, la imaginación y los sentidos internos, que han de estar subordinados a la razón, y las pasiones que deben ser reguladas por la razón iluminada por la ley natural y divina.
Es esta la organización natural de las cosas, organización que en caso de alterarse llevará al descontrol y a la pérdida de sentido. De esta manera podemos entender que el descalabro de la Modernidad es en su raíz un problema antropológico al haber alterado la jerarquía interior, poniendo, desde la Ilustración, no tan solo la razón sobre el Principio divino, sino también por haber puesto los mismos sentimientos por encima de la razón, siendo inevitable una caída en el más completo nihilismo. Ejemplos de esto último son el “yo me siento tal o cual” frente al mero hecho biológico, el relativismo moral y la falta de principios. Entendiendo las causas antropológicas de los males que nos rodean, entendemos que es imperante mantener una jerarquización interior para mantenerse rectos, firmes y completos. Así nos lo enseñan las estrellas, como nos ilustra Baltasar Gracián: “Enséñanos esta sutileza los astros con dicha que, aunque hijos y brillantes, nunca se atreven a los lucimientos del sol.”
Entendiendo la importancia de la jerarquía interior, podemos indagar en la relación de la parte con el todo, ¿qué debe hacer, y cómo puede actuar, el hombre recto en una comunidad? Es en este punto donde entra en juego la idea comúnmente criticada y despreciada, aunque a la vez tan fielmente defendida por los Tradicionalistas, de la vocación y de la consiguiente organización en castas. Estas ideas las encontramos desde Platón hasta René Guenon, pasando por el hinduismo, el taoísmo, y otros tantos más.
En cuanto a la vocación, entendida como lo que se es llamado a ser, no como lo que se quiere ser, nos ilustra de esta forma el sacerdote maño: “Hácese dependencia de la eminencia, de modo que se note que el cargo le hubo menester a él y no él al cargo.” Con tan clarificantes palabras nos muestra cómo no es el hombre quien decide lo que quiere ser sino el oficio quien llama al hombre. Es el moderno “quiero ser futbolista” contra el tradicional “he de ser herrero”. Es el seguir una vocación que conoceremos cuando nos conozcamos a nosotros mismos, siguiendo el camino que nos es marcado desde arriba, rechazando aquello que el ego nos propone, al ser este último pura bajeza y llaneza, además de mentiroso por definición. Hasta tal punto defiende Baltasar Gracián esta idea: “Infelicidad de necio: errar la vocación en el estado, empleo, región, familiaridad.”
Adentrándose en este mismo tema, sostiene: “Sean todas las acciones, si no de un rey, dignas de tal, según su esfera”. Con esta célebre frase nos indica que cada uno dentro de su esfera, tanto en cuanto a la comunidad (Varna hindú, Politeia Platónica, Orden Cristiano Tradicional) como personalmente (Svadharma, Ergon Platónico, Fitrah sufí), debe uno hacer la acción pura y verdadera, la acción sacra, hacer la Voluntad de Dios en la Tierra. Es decir que “lo que tiene que ser hecho tiene que ser hecho”, actuando así acorde a lo bueno, lo bello y lo justo, cumpliendo cada uno con su vocación. Porque “la verdadera soberanía consiste en la entereza de costumbres”, es esta “la verdadera superioridad”, y así “no tendrá que envidiar a la grandeza quien pueda ser norma de ella”. Con tan esclarecedoras frases nos ofrece el sacerdote la idea que más tarde transmitirá Julius Evola con su famosa máxima: “La verdadera nobleza no se hereda: se conquista mediante una contínua acción sobre sí mismo, por medio de una guerra secreta, invisible, permanente.” Concepto que terminará de ser dibujado por el sacerdote aragonés al sostener que el “natural imperio” es una “secreta fuerza de superioridad” que ciertos “genios señoriles, reyes por mérito y leones por privilegio innato” han conquistado.
Prosigue adentrándose el jesuita en la idea de “lo que debe ser hecho debe ser hecho”, sugiriendo que: “Conténtese con hacer y deje para otros el decir. Dé las hazañas, no las venda.” Este concepto, el hacer porque debe ser hecho, sin obrar esperando los frutos de la acción, es un pilar de la Tradición. Desde el Bhagavad Gita hasta nuestros días esta idea ha sido y es eje fundamental de la doctrina. La recompensa está en la acción misma, no en los frutos. Así: “apire antes a ser heroico que sólo a parecerlo.”
Es la suerte, según el maestro, quien “baraja como y cuando quiere” con el devenir de cada uno. Nos viene dada, pero es necesario que cada uno “conozca la suya [...], así como su minerva, que va el perderse o el ganarse. Sépala seguir y ayudar; no las trueque, que sería errar el norte a que le llama la vecina bocina.” Con estas sabias palabras se nos quiere decir que es el Azar, la Providencia, quien a cada uno pone en su sitio, quien a cada uno impone su vocación. Esta vocación es doble, por un lado la vocación vital, en la que se decide el ser o no ser, mientras que por el otro lado, la vocación deviene en lo que uno está llamado a ser, como ya hemos destacado anteriormente. Y en cumplir estas vocaciones se decide el vivir o morir, el ser o estar. Profundizando en la idea de la vocación vital, de la llamada a la guerra santa, nos ofrece el sacerdote jesuita la siguiente idea: “Un empeño en una ocasión hizo personas a muchos, así como un ahogo saca nadadores. De esta suerte descubrieron muchos el valor y aun el saber, que quedara sepultado en su encogimiento si no hubiera ofrecido la ocasión.” Aquí, a nuestro entender, dos ideas fundamentales son ofrecidas: por un lado, lo inesperado de la llamada, el Azar; y por el otro, el arquetipo, mitema o monomito tan usual en el camino del héroe, donde este último deberá caer en lo más profundo para resurgir, deberá morir para renacer, porque sin esta caída a los Infiernos la plenitud es inviable e inalcanzable.
Teniendo claras entonces las ideas del Orden interior y profundo del ser, de la vocación que florece del conocimiento de uno mismo y de que la acción del hombre centrado siempre será buena, bella y recta, sin esperar los frutos de esta, podemos adentrarnos a una proposición, llamémosla teo-política, que hemos relacionado con la “ley del termómetro” propuesta por el grandioso Juan Donoso Cortés. En el maravilloso “Discurso sobre la dictadura”, Donoso Cortés nos lo explica así: “Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta.” En otras palabras, esta ley expone que una sociedad donde los hombres se rigen por su norma interna, el Svadharma, no precisa de autoridad externa, mientras que en una sociedad secularizada, donde la acción del hombre está regida solamente por el ego y las pasiones, es necesaria, para la estabilidad, la autoridad externa, el Estado moderno de nuestras sociedades nihilistas y relativistas. Entroncamos entonces en esta línea las siguientes palabras de Baltasar Gracián: “Sea su misma entereza norma propia de su rectitud, y deba más a la severidad de su dictamen que a todos extrínsecos preceptos. Deje de hacer lo indecente, más por su cordura que por el rigor de la ajena autoridad.” Donde indica cómo un hombre centrado que conoce los límites de su actuar y pensar no necesita de una autoridad exterior que le controle y guíe. Además añade: “Son más fáciles de manejar los que dependen de la rectitud y más difícil los que del artificio. Con un buen natural no es menester más para aquellos; para éstos no basta toda la atención y desvelo. Trabajosa ocupación gobernar hombres y más locos o necios.” Lúcidamente expone el maño como a los hombres rectos no se les ha de controlar ni contentar al ser dueños y sostén de sí mismos; mientras que los individuos locos y necios, presas del ego, son insaciables en sus pasiones e incontrolables en sus acciones, siendo así necesario el Estado fuerte al que previamente hemos aludido.
Volviendo a un plano personal, indagaremos la cuestión de la acción sin centro, de aquella acción puramente egótica e individualista, en contraposición a la acción divina, sacra y centrada en la Voluntad divina. La acción sin centro es realizada por aquellos que “apoyan y gustan más de lo incierto que promete un embuste, por ser mucho, que de lo cierto que asegura una verdad, por ser poco.” Quienes así actúan toman la parte por el todo, viven en la multiplicidad cambiante en vez de en la Unidad, fundamentan sus verdades en la más absoluta nada. ambiante en vez de en la unidad, fundamenta sus verdades en la más absoluta nada. Por ello, “no todos los que parecen son hombres”. Porque quienes así se desarrollen son individuos vacíos, pura carcasa sin sustancia. “Solo la verdad puede dar reputación verdadera y la sustancia entra en provecho.”
Por estas razones es necesario conocerse a sí mismo para actuar como es debido, resguardándose del mal, como sostiene el jesuita: “cuando la pasión ocupare lo personal, no se atreva al oficio, y menos cuanto fuere más: culto modo de ahorrar disgustos.” Enlazamos esta última máxima con la metáfora Guenoniana de la rosa, cuyo crecimiento y belleza sería inviable sin su tan marcado centro. En otras palabras: toda acción sin centro está condenada al fracaso.
Hasta tal punto defenderá Baltasar Gracián esta idea: “Más consigue una medianía con aplicación que una superioridad sin ella.” Es decir, que más consigue una acción “mediana” centrada que una acción “superior” descentrada. Y aún más radical es el escritor al agregar: “Monstruosa violencia fue siempre un buen entendimiento casado con una mala voluntad.” Esto es, que aunque una acción parezca razonable, por el hecho de ser de voluntad individual o egocéntrica, en vez de divina, estará condenada al fracaso y será violenta contra la naturaleza misma de las cosas.
Antes de pasar a hablar de la Guerra Santa, de la Lucha con el Dragón, del Camino del Héroe, nos parece preciso hacer un breve boceto del fin último de tal Guerra, Lucha o Camino. No es otra cosa que el señorío de uno mismo al que recurrentemente hemos aludido en este artículo. La idea del señor de sí es asociada a la dicha suprema, a la Eternidad y a la Paz, así es como Baltasar Gracián enuncia que el señor de sí mismo “dependerá de sí solo, que es felicidad suma semejar a la entidad suma. El que pueda pasar así a solas nada tendrá de bruto, sino mucho de sabio y todo de Dios.” Indicando cómo la dicha suprema se encuentra en realizar la Voluntad divina, lo que en el mundo cristiano conocemos como el “Hágase Tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”, o, por ejemplo, el Wu-Wei (No-acción) taoísta. El señor de sí es asimismo identificado con el “Hombre inapasionable, prenda de la mayor alteza de ánimo. Su misma superioridad le redime de la sujeción a peregrinas vulgares impresiones. No hay mayor señoría que el de sí mismo, de sus afectos, que llega a ser triunfo del albedrío.”
Sin embargo, la dicha suprema requiere de un arduo trabajo, de la caída a los infiernos. Nos recuerda este camino a aquella preciosa frase de las Upanishads: “Arduo hallarás pasar sobre el agudo filo de la navaja. Y penoso es, dicen los sabios, el camino de la salvación.” Máxima que entona con el proverbio cristiano: “Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ella; pero estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.” Ideas en la línea del pensamiento del escritor que nos concierne, que expone sus ideas de la siguiente manera: “Lo que luego se hace, luego se deshace; mas lo que ha de durar una eternidad, ha de tardar otra en hacerse”, porque “lo que mucho vale, mucho cuesta, que aún el más precioso de los metales es el más tardo y más grave.”
Adentrémonos por lo tanto a descifrar aquello que El Camino hacia La Verdad esconde. “Toda la dificultad es ganarla, que con facilidad se conserva” nos advierte Baltasar Gracián. Hemos de enfrentarnos con nosotros mismos, con nuestro mero hecho biográfico, esto es, con el ego. Un ego existente en cada uno de nosotros, perteneciente a la naturaleza animal del ser humano, que se opone a la Luz de nuestro corazón, como con brillantez expone el aragonés en su aforismo titulado “Conocer su defecto rey”: “Ninguno vive sin él, contrapeso de la prenda relevante, y si le favorece la inclinación, apoderáse a lo tirano.” Es decir, que en oposición al Bien, que existe y se sostiene por sí mismo, el Mal, que tan solo puede existir en oposición al Bien, transformando y moldeando este, puede convertirse en tirano, en el soberano de la persona en la que reside. Mas, a pesar de aquesta vil naturaleza, no hay que conformarse con ella, sino hacerle frente, rebelarse, destronar al tirano y volver a tener el control de uno mismo. En palabras del sacerdote jesuita: “Comience a hacerle la guerra, publicando el cuidado contra él y el primer paso sea el manifiesto, que en siendo conocido será vencido [...] Para ser señor de sí es menester ir sobre sí.” No sólo nos da a entender cual es la guerra santa, interna y vital, sino que además nos ofrece las primeras pautas para la lucha: el abiertamente declarar la guerra. Tomando la dialéctica de Carl Schmitt de amigo-enemigo: quien decide quién es el enemigo es el soberano. Así, si declaramos a nuestro ego como el enemigo, comenzamos a ser soberanos de nosotros mismos. Pero no es suficiente el declarar la guerra, sino que es necesaria una victoria para comenzar a vivir plenamente. Para ser libre es condición sine qua non el autodestruirse. Esta victoria contra el dragón, la destrucción del ego, “proviene de un gran señorío de sí y el vencerse en esto es el verdadero triunfar”, así, “en la templanza interior consiste la salud de la prudencia”.
Entendiendo esto comprendemos que “Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre”, noción sacada de la máxima paleo testamentaria del libro de Job: “Milicia es la vida del hombre sobre la tierra.” Es este arquetipo la unidad trascendente de las religiones: la lucha con el dragón, con aquel ego que nos hace creer que somos otra cosa, minúscula en comparación con lo que estamos llamados a ser, con lo que realmente Somos. El saber matarse a sí mismo es el paso final para empezar a ser en vez de estar. En esta línea se permite el jesuita afirmar: “Si es gran lección del vivir el saber negar, mayor será saberse negar a sí mismo.”
Entonando con la idea del poder alterante del ego, debemos precisar que el ego tergiversa con su poder transformador la Realidad, es decir que, en palabras del sabio: “corónase tal vez de oro, pero no por eso puede disimular el yerro”, haciéndonos vivir en una ficción, en puro Samsara revestido de Dharma, así, lamentablemente, “achaques de necedad son irremediables, que como los ignorantes no se conocen, tampoco buscan lo que les falta.” Esto es, que al no conocerse a sí mismo, no podrá uno conocer a los dioses y al universo, pensando y quedándose en su máxima egoidad, en su mero ser biográfico, sin llegar a tener siquiera la oportunidad de recorrer el camino para conocer quién verdaderamente es. Añade sucesivamente el jesuita que “serían sabios algunos si no creyesen que lo son”, aludiendo al primer paso de todo camino espiritual, recordando al sabio Sócrates con su: “yo sólo sé que no sé nada”; asumiendo la pequeñez, ignorancia e irrelevancia del hombre puramente bio-psíquico. Idea que arraiga en aquel “Señor, mi barco es muy pequeño y su océano es muy grande” de Lope de Vega, o aquel “para vivir mucho es arbitrio valer poco” del autor que nos ocupa. Máximas que nos harán asumir que no sabemos nada y que la verdad está en la duda, dando pie al inicio del camino, el camino de la verdadera Sabiduría.
Prosigue Baltasar Gracián en relación al mitema de la Lucha con el Dragón: “Principio es de corregirse el conocerse”, aludiendo que quien está enfermo y torcido, dominado por el ego, tiene la posibilidad de curarse, incluso en el Kali Yuga, conociéndose a sí mismo, como se nos dice en el Oráculo de Delfos consagrado al Dios Apolo: “Conócete a tí mismo y conocerás a los Dioses y al Universo”. Idea que concuerda con la antropología del hombre, un hombre que es por naturaleza vil y salvaje pero que sin embargo tiene la posibilidad de salvarse derrotando al ego que le corroe y maltrata. Así nos lo explica el sacerdote: “nace bárbaro el hombre, redímese de bestia conociéndose.”
Para conseguir el fin supremo, además de declarar la guerra el enemigo, nos ofrece Baltasar Gracián un complejo estratagema del cual hacemos una lectura peculiar. Conocido como el estratagema de “entrar con la ajena para salir con la suya”, donde consideramos a “la ajena” como nuestra Verdadera voluntad, y a “la suya” como la voluntad particular y egótica. Así, este estratagema “es un importante disimulo, porque sirve de cebo la concebida utilidad para coger una voluntad: parécele que va delante suya y no es más de para abrir camino a la pretensión ajena.” Este complicado párrafo nos muestra la etapa inicial de la lucha con el dragón que tan bien describe Antonio Medrano, donde aparece el “ego maduro”, aquel “ego sumiso, servicial, dócil a la Verdad y a la Norma trascendente [...] El ego que quiere someterse, que está dispuesto a inmolarse y a recorrer la vía que conduce a la liberación de sí mismo.” Es una voluntad particular y egótica que empieza a matarse a sí misma, dando gradualmente paso a la Voluntad divina. Es, en la leyenda de San Jorge, el caballo dócil y sumiso a las órdenes del jinete, que aunque aún independiente, se somete a Él, a la voluntad del caballero. Así, será aquel ego que repita al unísono: “yo soy el caballo, Tú eres el Jinete; dirígeme como quieras”. Y así, el caballo (“ego maduro”) y San Jorge (la Voluntad Divina) harán frente a los resquicios del dragón (“ego inmaduro”), hasta conseguir, codo con codo, acabar con el monstruo (Mal) al completo, liberando a la Princesa (la Vida real y libre) que se encontraba entre sus garras.
Al matar al ego, “el mismo que atierra la envidia alienta la generosidad”. Lo que en el mito védico, como nos indica Antonio Medrano, se ha dado en llamar el Soma, “un líquido sagrado y vivificante que brota de una planta con virtudes prodigiosas” tras la legendaria lucha entre Indra y Vritra; o el Thor de las antiguas estirpes europeas que hacía capaz, a través de la fuerza de su martillo, “una vida humana digna, vigorosa, sana y floreciente” al actuar como “dios de la fertilidad y de la lealtad”. Es decir, que tras la terrible y cansada lucha contra el dragón, cuando perece la envidia, fruto del ego, renacen los campos, brotan los manantiales, y da comienzo “la Primavera de la Vida” que nos ofrece San Jorge al matar al dragón cada 23 de abril, dando paso la generosidad, al dar desinteresado. Idea que refuerza cuando afirma: “Su mayor lucimiento libra en los lances de la venganza: no se los quita, sino que se los mejora, convirtiéndola, cuando más vencedora, en una impensada generosidad.”
Pasando a la disciplina del discernimiento, a la contemplación, toma Baltasar Gracián ciertos tintes platónicos, Tradicionales en su raíz, y nos habla de la “perennidad de concepto” y de que “siempre ha de ser otro tanto más lo interior que lo exterior en todo”, para posteriormente explicar cómo “en viendo un personaje, le comprende y lo censura por esencia”. Es decir que, como nos indica Platón, quien se desprende de sí mismo pasa de “la vista de lo que nace a la contemplación de lo que es”. La Idea misma, la esencia, lo perenne en lo inmanente, el Atman en el Maya, … Idea que refuerza cuando dice: “Son muchos más los engañados que los advertidos: prevalece el engaño y júzganse las cosas por fuera.” Y más todavía al sostener: “Hállanse de ordinario ser muy otras las cosas de lo que parecían y la ignorancia que no pasó de la corteza se convierte en desengaño cuando se penetra al interior. La mentira es siempre la primera en todo.”
Hay que saber discernir la verdad pura y objetiva de sus revestimientos impuros. Aquellos revestimientos frutos del ego, aunque no creados, porque el Mal no puede crear, tan solo alterar la Realidad y el Bien. Así, por ejemplo, no es la Modernidad algo en sí, sino la negación de la Tradición. Así nos advierte, volviendo al tema, Baltasar Gracián sobre los peligros de lo que el ego nos ofrece como verdades, obviando la Verdad: “(La verdad) raras veces llega en su elemento puro y menos cuando viene de lejos: siempre trae algo de mixta, de los afectos por donde pasa; tiñe de sus colores la pasión cuando toca, ya odiosa, ya favorable.” No hay que dormirse ni un segundo, no dejar entrar ni un resquicio del Mal, pues viene en cadena, y por ello continuamente aplicar la disciplina del discernimiento que nos propone Gonzalo Rodríguez García, pues “lo malo es muy creíble y cuesta mucho de borrarse”. Indagando en esta idea de que el Mal viene en cadena, para darnos una lección tanto metafísica como para el mismo día a día, Baltasar Gracián sostiene: “No despreciar al mal por poco, que nunca viene uno solo: Andan encadenados, así como las felicidades. [...] Nunca se le ha de abrir la puerta al menor mal, que siempre vendrán tras él otros muchos, y mayores, en celada.” Símbolo tanto de la lucha interior contra los placeres como de la necesaria enmienda a la totalidad de la Modernidad a la que nos cita Juan Manuel de Prada.
Para terminar, aquel poema de Frithjof Schuon donde así nos ilumina:
Vuestras experiencias de cosas, tiempos y lugares
es tan sólo sueño. Esta es la doctrina en pocas palabras.
Sin embargo, ¡Oh hombre! de Âtmâ cayó una chispa
misteriosamente en el río de tu corazón.
Lo más profundo de tu interior no está cegado por Mâyâ;
no es distinto de Âtmâ.;
muestra la misma idea que el sacerdote jesuita aquí nos expone: “La verdad siempre llega la última y tarde, cojeando con el tiempo; resérvanle los cuerdos la otra mitad de la potencia que sabiamente duplicó la común madre.” Idea que también encontramos en la gracia de Dios, en la chispa divina que cada uno encuentra en su corazón, que ha de ser avivada para el renacer de la vida. Es decir, que el camino al que el hombre está llamado a recorrer no es más que el reanimar las cenizas eternas que residen en nuestros corazones. Unas cenizas que el Señor, Dios, o “la común madre” nos ofrece. Esta idea se entiende a la perfección en el aforismo titulado “Conocer su estrella”, donde asegura Baltasar Gracián: “Ninguno tan desvalido que no la tenga (su estrella) y, si es desdichado, es por no conocerla.” A lo que añade que la misma Suerte es quien nos ha ofrecido esta estrella y que “sólo queda para la industria el ayudarla.” En otras palabras, que todos tenemos la chispa divina pero que es de nosotros de quien depende el ayudarla, el reanimarla, el encontrarla. Profundizando en este concepto de que el hombre es desdichado por la ignorancia de quien realmente es, apunta Baltasar Gracián que “todo le viene a faltar a un desdichado: él mismo a sí mismo.” Máxima que nos hace recordar aquella ilustre frase de San Agustín, que dice: “¿Y dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había apartado de mí mismo y no me encontraba. ¿Cuánto menos a ti?” Con todo esto entendemos la ignorancia asociada al no encontrarse a uno mismo, al no conocerse a sí mismo, mientras que asimismo se nos ilustra sobre la cercanía de aquello que nos hará eternamente dichosos.
“En una palabra, santo, que es decirlo todo de una vez. Es la virtud cadena de todas las perfecciones, centro de las felicidades. Ella hace un sujeto prudente, atento, sagaz, cuerdo, sabio, valeroso, reportado, entero, feliz, plausible, verdadero y universal héroe. Tres eses hacen dichoso: santo, sano y sabio. Virtud es el sol del mundo menor y tiene por hemisferio la buena conciencia; es tan hermosa que se lleva la gracia de Dios y de las gentes. No hay cosa amable sino la virtud, ni aborrecible sino el vicio. La virtud es cosa de veras, todo lo demás de burlas. La capacidad y grandeza se han de medir por la virtud, no por la fortuna. Ella sola se basta a sí misma. Vivo el hombre, le hace amable; y muerto, memorable.”
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